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¿Qué nos pasó?

Osmar Gonzales Alvarado

Publicado: 2016-02-09

La pregunta es actual y acuciante. El ciudadano constata día a día, especialmente en este tiempo de campaña electoral, que la vida política carece de ideas y que, peor aún, parece no necesitarlas. Desde los años noventa, tiempos del fujimorismo, se disoció a la política del pensamiento, al mismo tiempo que se la degradaba conscientemente. En consecuencia, se dio forma a una sociedad despolitizada, iletrada, y darwinianamente competitiva. 

El joven de ahora ha sido socializado en esta atmósfera, y parece asumir como inevitable que la lucha política sea un conjunto de engaños y de hechos mediáticos espectaculares; siempre superficial. Pero es fundamental recordar que no siempre fue así.

En el Perú existe una rica tradición de vinculación entre pensamiento y política. El momento más emblemático son los años 20 del siglo pasado. José Carlos Mariátegui y Haya de la Torre expresan esta vinculación del modo más nítido. Especialmente el primero fue consciente de que una política preñada de pensamiento estaría cargada de trascendencia temporal. Curiosamente, Haya de la Torre, quien también fue un poderoso productor de ideas, buscaba deslegitimar a Mariátegui acusándolo de ser “solo un intelectual”. (Más irónico aún es que algunos mariateguistas repiten el anatema de Haya contra el Amauta aun en contra de sus propios compañeros). En ambos, la producción ideológica era consustancial a sus aspiraciones políticas. Así, unían proyección temporal, producción de discursos generales y conocimiento preciso del momento histórico del cual derivaban sus acciones.

Esta relación entre ideas y política se mantuvo durante algunas décadas más. La aparición de partidos programáticos (Democracia Cristiana, Movimiento Social Progresista, Acción Popular, los integrantes de la llamada nueva izquierda) son expresión de ello. Los debates de alto vuelo producidos durante la Asamblea Constituyente de 1978 son constatación relevante de esa vinculación, la misma que se fue extinguiendo durante los años 80 y definitivamente quebrada en la década posterior. Por eso es que volvemos a la pregunta: ¿qué nos pasó?

Ahora, al no ser relevantes la ideología ni el programa, las discusiones de fondo pierden sentido de tiempo, se disuelven rápidamente y, como en los talk-shows, los asomos de argumentos pierden sustancia en el instante mismo en el que son pronunciados. La imagen es solo una máscara superficial que no permite más que un episódico paso por la fama, que ha suplantado a la legitimidad. El lenguaje político se vacía de contenido, ya no se habla de clases sociales, por ejemplo, sino de sectores según el alfabeto. En consecuencia, la política carece de trascendencia, solo es el manejo “técnico y ascético” de información. Si no hay tiempo futuro no se puede dar forma a un debate público, programas políticos ni utopías razonables.

Esto también es derivación de la lógica económica que impone sus condiciones –la ganancia, el lucro, la mercancía–, que al final degenera en codicia incrementando los niveles de corrupción y delincuencia. En este escenario, el prestigio deja de ser un valor, aunque incrementa su precio: es una mercancía que se puede comprar…hasta cierto punto, pues todavía hay bolsones de ciudadanos que se empecinan noblemente en rechazar esta corrupción.

Los casos de plagio del candidato César Acuña y del plan de Alianza Popular, y las tramposas atribuciones de falsos doctorados ejemplifican muy bien la lógica prevaleciente: se pretende revestir de prestigio trayectorias que no lo merecen, y para eso están el dinero y la estafa. Salvo algunas excepciones, los candidatos, presidenciales y congresales, despliegan sus estrategias de campaña por predios que nada tienen que ver con la pedagogía cívica, la educación ciudadana ni con la preocupación por el bien común.

En este marco, el reclamo de Mario Vargas Llosa por una cultura humanista bajo un modelo económico que legitima termina siendo esquizofrénico. Son conceptos antagónicos e irreconciliables.

Generacionalmente, también ocurre un desfase, pues aquellos que aún nutren sus ideas de doctrina, pertenecen a otras cohortes de edad que no saben comunicarse con los jóvenes (despolitizados e individualistas) de hoy, socializados en un mundo lleno de tecnología que los lleva a entender la vida como un presente continuo, sin historia ni futuro. No basta acceder al facebook, al twitter ni a otras plataformas virtuales para comunicarse con las nuevas generaciones; son los diferentes estilos de pensamiento, de escritura e incluso de importancia que se le asignan a diversos temas lo que los distancia.

No son muchos los jóvenes de hoy que, siendo parte de este universo, se preocupan por los dilemas políticos e ideológicos. Parte de la escasez de identificación política proviene de este aspecto: la política de ayer ni de hoy es cautivadora para los jóvenes de la actualidad, pero son estos los que en el futuro deberán redefinir las funciones sociales del sujeto de ideas y las formas de hacer política.

Todo lo mencionado pone al intelectual y al político ante un conjunto de cuestiones que deberán resolver para seguir siendo socialmente relevantes.

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